El Valle del río Boyne (Bru Na Boinne, en gaélico) debió resultar muy atractivo para las gentes del Neolítico. Además de una tierra fértil, aquí tuvieron un espeso bosque, lleno de madera y caza, depósitos de pedernal y un río que, además de la pesca cotidiana, les permitía salir al mar en sus rudimentarias embarcaciones de cuero. En definitiva, un lugar ideal para vivir. Pero, ¿era sólo esto lo que les llevó a elegir este lugar a aquellos pobladores que construyeron un monumento de la envergadura de Newgrange?
El túmulo (igualmente podríamos llamarlo templo solar o santuario) de Newgrange se ha hecho célebre por su alineación solar con el solsticio de invierno. Para aquel pueblo megalítico debía ser esa un fecha tan sumamente importante como para tomarse el trabajo de construir este enorme edificio (80 metros de diámetro por 12 de alto) como homenaje al sol naciente del año nuevo, que venía a simbolizar la continuidad de la vida, al iniciar un nuevo ciclo anual.
Desde su construcción, y sin contar los años en que la entrada estuvo derrumbada y Newgrange sólo era un montículo en medio del campo, los primeros rayos del sol del 21 de diciembre entran por la puerta, rompiendo la oscuridad de la cámara central, después de haber teñido las paredes de un intenso color dorado. El proceso completo de este momento mágico (siempre que la meteorología invernal lo permita) tarda unos 20 minutos.
Todo tipo de teorías han visto la luz desde que se descubrió, casi casualmente, su existencia: Lugar de enterramiento para la realeza, templo solar, observatorio astronómico, lugar de rituales iniciáticos para los druidas, homenaje a los ancestros, celebración de la fertilidad cuando el sol penetraba hasta el interior de la tierra... Y es posible que todas las especulaciones estén en lo cierto y que este gran centro megalítico haya servido para todo eso y más para los distintos pueblos que fueron asentándose en el Valle del Boyne a lo largo de milenios.
La teoría que podríamos llamar más druídica tal sea la de que ese primer rayo de sol se llevaba a los espíritus de quienes habían fallecido a lo largo del año anterior, como un rayo tractor que los transportase a un lugar donde serían preparados para una nueva vida. Eso hace pensar que incluso la entrada permanecería habitualmente cerrada, ya que se han encontrado dos bloques de cuarcita que encajan perfectamente en las dos aberturas; sólo se quitarían en determinadas ceremonias, e incluso posiblemente sólo en la del solsticio de invierno. En cualquier caso, fuera cual fuese el motivo, sus constructores dejaron muestras de una gran capacidad técnica y de unos excepcionales conocimientos astronómicos.
Se han encontrado muy pocos restos de huesos humanos, lo que hace pensar que, como tumba, estaba reservada a elementos muy escogidos de su sociedad. Algunos arqueólogos piensan que, a lo largo de tanto tiempo y culturas diversas, y teniendo en cuenta la escasez de espacio, bien puede darse el caso de que los restos más antiguos, pertenecientes a otro pueblo, fuesen sacados para meter los propios, siendo en todos los casos difuntos de rango real (hay que tener en cuenta la proximidad de la colina de Tara, residencia real de los Ard Ri, o Grandes Reyes de Irlanda). En cualquier caso, no puede considerarse Newgrange como un cementerio, del mismo modo que tampoco lo es, por poner un ejemplo, la catedral de San Patricio, de Dublín, donde también han sido enterrados algunos personajes importantes de Irlanda.
Los símbolos de las rocas que pueden verse a la entrada y alrededor de Newgrange también han tenido muchos tipos de interpretaciones, desde las meramente ornamentales hasta la representación de mapas estelares del pueblo que las construyó o mapas del “otro mundo” para los viajes chamánicos de los druidas. O que cumplían funciones similares a los mandalas orientales, en las que los “hombres sabios” se concentrarían para ciertos rituales en los que accederían a determinados estados de consciencia. El uso de ciertos cantos y/o la ingestión de hongos alucinógenos u otro tipo de sustancias completarían el cuadro.
Se ha establecido la época de construcción de Newgrange en el 3200 aC (mil años antes que la edad oficial de Stonhenge), en el seno de una sociedad próspera y pacífica. Eso permitió que se pudiese disponer de suficientes personas y medios como para acometer tal proyecto. Además de la mano de obra en bruto para cortar árboles y transportar las piedras hasta la cima de la colina, también requirió de personal más especializado, como los que hoy llamaríamos arquitectos e ingenieros; y sin olvidar a quienes grabaron las rocas con signos que hoy en día, perdidas las claves, resultan tan difíciles de interpretar. En definitiva, un trabajo que bien pudo mantener ocupadas a varias generaciones, que sin duda gozaron de un largo periodo de estabilidad.
Las piedras son de arenisca y cuarzo y fueron recogidas por un área amplia en torno a la colina; para las de granito necesitaron alejarse hasta 80 kilómetros al sur. Las rocas más grandes, y de ellas hay más de cuatrocientas, miden alrededor de cuatro metros y pesan varias toneladas. Se supone que fueron trasladadas sobre plataformas de troncos; según iban avanzando, los troncos que quedaban atrás se iban colocando delante, mientras muchos hombres tiraban de largas cuerdas. Y todo eso por un terreno boscoso. Una vez subidas a la colina, tuvieron que ser precisos algunos artilugios tipo grúa para levantarlas y dejarlas clavadas en su sitio. Claro que, como ocurre con todos los monumentos megalíticos, siempre da por pensar si no disponían de algún tipo de tecnología que les permitiese mover las enormes masas pétreas con tal precisión.
Seguramente las piedras pequeñas fueron sacadas del lecho del cercano río y de los terrenos colindantes, pero su transporte no hay que menospreciarlo, pues se calcula que suman alrededor de doscientas mil toneladas de peso.
Muchas piedras horizontales del exterior forman una especie de bordillo y están profusamente decoradas, a martillo y cincel, con infinidad de formas geométricas distintas, aunque destacan sobre todo las espirales, una de las cuales, la triple espiral que se encuentra en la piedra que precede a la entrada, se ha tomado como símbolo del centro Brú na Boinne, desde donde parten las visitas.
Todas las imágenes son abstractas, sin que aparezca ninguna representación de personas, animales u objetos identificables. También se da el hecho curioso de que muchas están grabadas por todas sus caras. Esto hace pensar que, o las piedras podían girarse en determinadas épocas o que con el paso del tiempo hicieron falta nuevos símbolos y decidieron reutilizar la roca; también cabe la posibilidad de que no sólo se grabasen para que la viesen los vivos.
Al contrario que el exterior, la cámara ha precisado poca restauración, aunque es fácil imaginar que han desaparecido muchas cosas de su interior (en el siglo XVIII algunos irlandeses buscaron calderos de oro supuestamente escondidos aquí). Destaca especialmente el techo, con largas piedras superpuestas que van dejando la cúpula cada vez más pequeña, hasta llegar a la roca superior. Y todo está tan bien ensamblado, con la ayuda de una mezcla de arcilla y arena para tapar los agujeros, que es completamente impermeable, lo cual ha ayudado mucho a su conservación a lo largo de 5.000 años.
También en la cámara hay una piedra granítica profusamente labrada. Teniendo en cuenta su tamaño, es imposible que fuese metida tras la construcción del edificio, por lo que bien pudiera ser una especie de piedra sagrada, en torno a la cual se edificó todo lo demás, tras haber cumplido sus funciones al aire libre, en lo alto de la colina.
LOS CONSTRUCTORES
Los arqueólogos suponen que unos 4.000 años aC llegó a este valle un pueblo de granjeros, remontando el río Boyne, tras haber navegado por el océano desde el sur de Europa, y muy probablemente desde la Península Ibérica. Se han encontrado evidencias de barcos tipo currach (armazón de madera recubierto de cuero) de 10 metros de largos, capaces de transportar hasta 3 toneladas de peso; esto hace pensar que aquellos primeros pobladores bien pudieron enfrentarse a los riesgos del mar trayéndose consigo incluso los animales propios de sus granjas.
Aquellos granjeros neolíticos encontraron una isla cubierta de bosques donde asentarse definitivamente. No podemos saber si tan largo y peligroso viaje lo hicieron por algún designio de tipo espiritual (en la antigüedad se hacían muchas cosas, que ahora nos resultan inexplicables, por “razones sagradas”) o huyendo de algún pueblo más fuerte que se asentó en sus anteriores tierras. En todo caso, el espíritu de supervivencia y de alcanzar un tipo de vida mejor estaba presente en ellos.
Utilizando sus hachas de piedra, comenzaron a talar árboles tanto para conseguir madera como para abrir tierras de cultivo. Y así comenzó un nuevo periodo para la vida de esa gente y para la isla. Y aquella comunidad sedentaria debió ser tan próspera como para permitirse el lujo de tener muchos trabajadores levantando el enorme edificio, sin que tuvieran que preocuparse por la penuria de alcanzar la supervivencia diaria.
La cultura que dio lugar a los monumentos en este Valle se mantuvo allí unos cuantos siglos, para ser sustituida por otro pueblo conocedor del bronce (y que también introdujo los caballos). Puede que se mezclasen, prevaleciendo la superioridad tecnológica de los segundos o puede que aquel otro pacífico pueblo desapareciese por completo. En cualquier caso, los grandes túmulos continuaron siendo un lugar sagrado de referencia para todos los pueblos que fueron sucediéndose, aunque el propósito original de sus constructores ya se hubiese perdido.
En el libro sobre los pueblos megalíticos Soñadores del Diluvio (Oberón, 2001), C. Knight y R. Lomas señalan que los constructores de Newgrange necesitaron:
- Agricultura para producir suficientes alimentos como para que la gente viviera en el mismo lugar durante el tiempo necesario para completar el trabajo.
- Especialización en las funciones del trabajo.
- Proveedores de víveres, transportistas, talladores de piedras y constructores.
- Conocimientos de los movimientos del Sol a lo largo del año.
- Habilidades constructoras.
- Habilidades en el trabajo de la piedra.
- Una visión que los guiara y les diera un motivo para crear esta impresionante estructura y un medio para motivar a los trabajadores para llevar a cabo las tareas necesarias.
- Alrededor de dos millones de horas de trabajo invertidos en la construcción, en un contexto social que se supone de alta mortalidad infantil y con una expectativa de vida de unos 25 años.
- Habilidad de organización que les permitieron completar proyectos que debieron durar más años que los de una vida media.
artículo publicado en la revista Año Cero / 2008
© Manuel Velasco